Mira a tu alrededor

 

1.    La huella

 

La observaba intensamente. Su rostro estaba parcialmente oculto tras la capucha de su sudadera negruzca con bolsillos. Siempre se vestía así, de colores muy oscuros, cuando no quería que la gente lo reconociera. A veces eso no funcionaba y, de vez en cuando, alguien le saludaba en la calle, pero nunca sospechaba sus intenciones. Normalmente intentaba esconderse en un lugar oscuro no fuera a ser que alguien lo viera.

Esperaba a momento adecuado. Nadie estaba en casa, salvo ella. Estaba en su cuarto. La pudo ver por la ventana abierta. Estaba sentada en la cama peinándose, casi desnuda. De pronto, se levantó, puso el cepillo en la mesa y empezó a vestirse. En ese momento pudo ver todo su cuerpo. Aunque era muy delgada, tenía curvas femeninas. No parecía a una chica de dieciseis años. Aparentaba a muchos más. La observaba con la mirada penetrante todo el tiempo.

Ya estaba a punto de salir. Abrió la puerta, pero no salió. Volvió a su cuarto, que estaba arriba, ya que se había olvidado de los auriculares. Dejó la puerta entreabierta, y fue entonces cuando su observador entró en la casa. La chica, inconsciente de todo eso, salió. Ya tenía los auriculares puestos, así que no escuchó el crujido del suelo hecho por él.

Por fin, estaba solo en casa. Sin perder tiempo, subió la escalera para encontrarse en su cuarto otra vez. Había estado allí varias veces y siempre lograba coger algo y llevárselo. Por ejemplo, hacía unos días tomó su pulsera; y hacía dos semanas, su camiseta. Siempre tomaba algo que le podía acordar de ella. Esa vez decidió tomar el cepillo.

No sabía cuánto tiempo pasó allí. Le gustaba estar en su cuarto y mirar sus cosas, palparlas y examinarlas detalladamente. Era su obsesión más grande. Bajó la escalera con objeto de salir. Como había leído en su diario, la chica iba a quedar con su amiga y después dar un paseo por el parque. Él se dirigía allí.

Nada más bajar la escalera, escuchó un taconeo en el otro lado de la puerta principal. Se quedó de piedra. No podía ser que su madre volviera del trabajo tan pronto. Huyó al salón muy rápidamente y se escapó por la puerta trasera, que estaba abierta, lo que le sorprendió un poco. En cuanto salió, la mujer entró en la casa. Se dirigió hacia el salón, pero vio que en un escalón había una huella de zapato. “¡Mira que le he dicho tantas veces que se quite los zapatos, que siempre tengo que limpiar todo por ella! ¡Qué chica tan despistada!” —dijo la madre. “¡Y que siempre cierre la puerta, que alguien puede entrar en la casa!”.

 

2.    Mi tesoro

 

            Mierda. Casi me ha visto. ¿Qué coño estabas pensando, idiota? Deberías tener más cuidado. Bien. Ya ha pasado. Tranquilo. Esto no pasará la próxima vez. No seas tan estúpido. ¡Sé inteligente, astuto! No te pueden desenmascarar. No lo harán. No pueden. Bien. Ahora... ¿A dónde iba? Sí, al parque. Vamos, ya.

            Bueno. ¿Dónde está? La chica, ¿dónde está? Mierda, está oscureciendo. No la veo. No se ve nada. ¿Y por allí? ¡No! No la encontraré. Demasiado oscuro. A lo mejor esperaré aquí. Siempre pasea por aquí. ¿Y si no? Tengo que verla. ¿Dónde estás, mi ángel?

            Tengo frío. Ya estoy harto. ¡Mis dedos están congelados! Vamos, ¡que se me acaba la paciencia! ¡Aquí está! ¿O no? Ven a la luz, que no te veo, cariño. ¡Sí, es ella! ¡Mi preciosa! Linda como siempre. Los ojos más grandes que he visto. Y esos labios... Será mía. Aunque sale con otros. Con muchos, de verdad.

Viene con ellos aquí. ¡Pero no importa! No los toma en serio. Todo es un juego. Todo. No valen nada. Siempre se aburre y los deja. Pero conmigo será diferente. No la dejaré marchar. Eso no. Nunca. Pero tranquilo. Todavía no. Sé paciente. Obsérvala. Tienes que saberlo todo. Entenderla. Saber qué le gusta, qué le fascina, todo. Para entretenerla. Todo el tiempo.    

¿A quién tenemos aquí? No me acuerdo de su nombre. Malditos nombres. Siempre se me olvidan. Pero, es él. Lo sé. Seguro. Él del tercero. Marcos... ¿O Mateo? ¡No importa! Lo detesto. Un tipo grosero y bruto, nada más. Y estúpido. Un imbécil total. ¿Por qué él le gusta? ¿Qué tiene? Bueno. Ya sé. La carita bonita. Lisa. Ni con un pelo de masculinidad. Los chicos de esa edad... Infantiles y tontos. Nada en la cabeza.

¿Y Marcos? El más tonto de todos. ¿O era Mateo? Mierda, ¿a quién carajo le importa esto? Y ahora se besan. ¡Qué asco! Ya me voy. No puedo más. ¡Cada vez lo mismo! ¿Y qué tengo aquí? ¿Qué es esto? ¡Ah! Casi se me ha olvidado. El cepillo. Mi tesoro. La colección se amplia.

 

 

 

3.    Lo raro que es

 

 

            Alba ya estaba casi lista para salir. No podía llegar tarde otra vez. El profesor Murillo odiaba que alguien le interrumpiera la clase; en especial, que lo hiciera ella. Se acordó de aquella vez que la echó de la clase. Estaba exasperado. Su mirada era fulminante, como si quisiera matarla. Nunca lo había visto tan irritado. No sabía por qué él la odiaba.

            Puso la mano en la mesa donde siempre estaba el cepillo. Se sorprendió mucho cuando no lo encontró allí. “¡Qué raro! Lo dejé aquí, seguro” —pensó. No tenía tanto tiempo. Bajó al cuarto de baño de los padres y tomó prestado el cepillo de su madre. “¡No me jodas que lo tomó Arturo otra vez! ¿Por qué coño tengo un hermano tan imbécil? ¡Lo mataré!”

            Nada más llegar a la escuela, se dirigió a la clase de historia. Ya estaba en la puerta cuando alguien la detuvo. Era Marcos. La tomó de la mano y la besó apasionadamente en los labios.

—Nos vemos hoy en el mismo lugar, ¿no? —preguntó el chico.

—No sé... ya veremos —respondió Alba. Marcos iba a besarla otra vez, pero la voz del profesor Murillo lo detuvo:

—¿Qué es esto? ¡No es un pub, sino una escuela! ¿Qué pensáis? Señorita Fuentes, ¡a la clase, ya!

            Cuando el profesor Murillo contaba la historia de la conquista musulmana, Alba estaba hablando con su amiga, Inés. Tenían que susurrar con tal de que él no las escuchara.

—Te lo digo en serio, las cosas se me pierden. No puedo encontrar mi cepillo ni camiseta, ni mi pulsera. No sé dónde está todo esto. Creía que era Arturo, pero él lo niega —dijo Alba.

—¿Y por qué te preocupas tanto? Seguro que lo has puesto por donde sea o el mocoso miente.

—Quizá tienes razón, pero es un poco raro, ¿no?

—Señorita Flores, ¿quiere añadir algo? —preguntó el profesor Murillo irritado.

—Fuentes, señor.      

—No me importa —dijo y siguió hablando de la reconquista.

            Las chicas empezaron a hablar en voz aún más baja:

—Mira este chico —dijo Inés—. ¡lo raro que es!

—¿Pablo? Sí... lo es. Siempre vestido de colores negros. Es muy callado, no habla con nadie. Y siempre tiene esa mirada como si te penetrara. Me da...

No terminó la frase, ya que le llamó la atención un objeto que estaba apenas visible en la mochila de Pablo.

—¡Tú!

 

4.    Pablo

 

 

—¡Tú! —exclamó Alba, mirando a Pablo. Estaba enfurecida y aterrorizada a la vez.

—¡Señorita Flores!

—Fuentes...

—¡Cállese! Una vez más me molesta y la echo de la clase.

            —Perdone  —dijo y apretó los dientes, sin dejar de mirar a Pablo. Él sabía que ella lo observaba, pero no le hizo caso. No le importaba por qué había gritado. No le importaba nada. Siempre tenía la sonrisa sarcástica, como si fuera el más listo de todos y, a veces, como si supiera todo de cada uno de sus compañeros de la clase.

            Nunca hablaba con nadie. No le apetecía hablar con ellos. Le parecían demasiado infantiles y, seguramente, no podría mantener una conversación de alto nivel con ninguno de ellos. Si alguien le hablaba, en la mayoría de los casos ofendiéndole, soltaba una carcajada y se iba, sin decir ni una palabra.

            Antes le habían ofendido muchas veces. Le habían insultado a causa de su apariencia y comportamiento de un nerdo. Sin embargo, como él no había reaccionado a esos escarnios, dejaron de hacerlo. Además, Pablo dejó de verse como un nerdo. Se hizo un hombre.

            La clase terminó. Alba, sin perder tiempo, siguió a Pablo, que se dirigió al corredor.

            —Óyeme, capullo. ¿Me puedes dar una razón buena por qué no debería llamar a la policía? —vociferó. Pablo no dijo nada, pero en su cara apareció su sonrisa sarcástica —. ¿Estás sordo? Te he preguntado algo, gilipollas.

            Pablo miró en sus ojos por unos segundos con la mirada penetrante, lo que le hizo sentirse incómoda. Justo después se dio la vuelta y quería marcharse, pero ella lo detuvo.

            —¿A dónde vas? Has estado en mi casa y me has robado las cosas, ¿lo niegas?

            —No sé de qué me estás hablando  —dijo Pablo con serenidad.

            —El cepillo... Mi cepillo, lo he visto en tu mochila. ¡Enséñame qué tienes en tu mochila! ¡Ya! —Alba  temblaba. Tenía lágrimas en los ojos.

            —Mira, loca —respondió Pablo con risa—. No sé qué coño estás diciéndome ni me importa esto. No te he robado nada.

            —¿Entonces quién lo ha hecho? ¿Quién estaba en mi cuarto? —Alba gritaba tan estrepitosamente que todos la miraban.

            —Te puedes sorprender de cómo son las personas que te rodean.

            Alba no entendió, pero no pudo responder, ya que apareció el profesor Murillo y la llevó a su despacho, murmurando algo entre dientes.

 

5. El acosador

 

 

El profesor Murillo, enfurecido, se sentó en la silla. Durante un largo momento no dijo nada. Estaban mirándose en silencio. Alba intentaba contener las lágrimas. No quería dejar que él aprovechara su momento de debilidad para humillarla otra vez. Estaba harta de oír tantas veces que era estúpida y que no valía nada.                      

            Miró a su alrededor. Había estado en ese despacho muchísimas veces. Normalmente, él le ordenaba que se quedara allí despúes de las clases por “ser desobediente”. En la mayoría de los casos, no hacía nada malo o simplemente le susurraba unas palabras a su amiga. Era suficiente para enfadarlo.

—¿Me quiere decir, señorita… Fuentes, que ese joven le ha robado el cepillo?  —preguntó ya un poco más tranquilo—. ¿Y para usted ha sido una buena razón para vociferar y hacer un espectáculo tan grande frente a todos los estudiantes y profesores?

            —Usted no me entiende. Pablo ha estado en mi casa, en mi cuarto. Seguramente varias veces. Se llevó no sólo el cepillo, me robó...

 —¡Deje de hablar ya! No me puedo imaginar cuántas sandeces me ha contado, pero esta vez se ha dejado llevar.

—Le pido, escúcheme. Él me acosa. Seguro. No me di cuenta de eso, pero ahora lo sé. A veces me sentía como si alguien me observara, pero lo ignoré. Lo digo en serio —una lágrima corrió por su mejilla. Ya no podía controlarlo.

—Váyase. No quiero escuchar más de tu cepillo ni de pulsera, ni camiseta, ni nada —gritó irritado el profesor.

—Pero él... —Alba no terminó. Dejó de llorar y analizó otra vez lo que dijo el profesor Murillo. Pasaron unos segundos y se percató de todo. Nunca le había hablado de la pulsera ni de la camiseta. Se lo había dicho sólo a Inés. ¿Cómo era posible que él lo supiera? No tenía que contestar a esa pregunta. La respuesta era fácil.

Sentía que el corazón empezó a latir más fuerte. Estaba aterrorizada, pero pudo ocultarlo. Se marchó sin decir nada. Nada más salir, se acordó de las palabras de Pablo: “Te puedes sorprender de cómo son las personas que te rodean”. Tenía razón. Alba se sorprendió de cómo era aquel que siempre había querido tenerla cerca. Aunque no se daba cuenta de eso, de verdad la rodeaba en todas partes.

Ya no tenía miedo; estaba lista. Sabía perfectamente adónde ir y qué hacer. Sacó el móvil del bolsillo y escribió un mensaje: “Nos vemos en el mismo lugar”.