Los hombres de hormigón

1.      El autobús

Esa Ciudad era como otras ciudades postindustriales: durante el día mostraba todos matices de gris y durante la noche se convertía en una oscuridad profunda en la que se podía ahogar. Los grandes edificios que crecían hasta la primera capa de nubes y las largas calles que se extendían al horizonte producían un espacio infinito, en el que se mezclaba la gente de manera muy casual.

Miles de casas, rascacielos, tiendas y bloques creaban una jungla de hormigón, donde el sentido del tiempo era irrazonable. Decenas de coches, bicicletas, autobuses y otros vehículos aceleraban el ritmo de la Ciudad, donde todo pasaba muy rápido.

Martín se había mudado a la Ciudad hacía dos años. Habían transcurrido veinticuatro meses en los que el hombre no había podido acostumbrarse a vivir en un núcleo tan grande. Toda su vida hasta entonces la vivió en un pueblo en el que todo parecía ser más agradable. Martín solía salir del trabajo a las siete de la tarde. Cada día volvía a casa a pie, aunque eso duraba mucho tiempo. Le daba miedo coger el autobús porque no tenía tanta confianza para encargar su vida a un conductor. Se imaginaba una serie de cosas trágicas que podían ocurrir durante su viaje. Se volvía loco cuando pensaba en todos los accidentes que habían tenido lugar en la Ciudad. Además, no podía soportar la apretura de la gente, su tacto, su olor, sus miradas.

Aquel día, el hombre decidió medirse con su miedo. Al salir del trabajo cogió un autobús. Se sentó en un asiento. Había mucha gente, todos apretujados y cerrados. El hombre se puso nervioso: le temblaban las manos, sudó mucho, pero no se resignó y continuó su viaje. A pesar de que la vuelta en el transporte público no durara tanto, Martín se sentía como encarcelado en el autobús. De repente, algo pasó. Se cayó del asiento, se golpeó en la cabeza y se puso a gritar. Sufrió un choque. Le dio un ataque de convulsión porque se realizó la pesadilla más grande. Todo el tiempo gritaba que quería sobrevivir ese accidente, que no quería morir. Se dejé llevado por el pánico, pero era algo normal que el autobús respetó un semáforo en rojo y paró.   

Se encendió la luz verde. El autobús marchó. Toda la gente sólo le echaba vistazos nadie reaccionó. Algunos le sacaron fotos para después subirlas a la red. El resto prefería tranquilamente continuar su viaje, escuchando la música en sus auriculares,  leyendo un libro o simplemente clavando los ojos en el suelo sin mostrar ningún tipo de sentimiento.

 

 

 

2. Las calles

            ¿Para qué todo esto? Tengo que dejar de fumar, ya es demasiado. ¡Joder! ¡Cuánto fumo! Espera, tres por la mañana, uno antes de comer, dos después, cinco o seis en la empresa, bueno, no vale la pena contarlos. Dios, me gustaría comer algo, pero en esta Ciudad no hay nada bueno. Vale, primero tengo que llegar allí, voy a comer después.

            ¿Por qué voy tan rápido? Tranquilo, hay tiempo, hay tiempo. Ya, y este tobillo, sabía que empezaría a doler. ¿Cuánto se recupera esta mierda? ¡Ya son tres meses! Había podido ir al doctor, ¿pero cuándo? Trabajo demasiado, no tengo tiempo ni siquiera para preocuparme por mi salud. Ay, tengo que dejar de morderme las uñas. ¡Que manos tan feas! Casi en cada dedo unas costras. ¿Cómo me ve otra gente? Como un niño de cinco años, creo. Dios, terminaré como Nina en “Cisne negro”, quitándome la piel. Empezando por la cutícula y terminando en los pies. Ay, ¡qué asco!

            Otra vez suden las manos, Dios, ya no tengo dónde secármelas. ¿Debería tener un pañuelo en la mochila. Y chicle. O no, cigarrillo, si me acompaña un poquito. Vaya, ¡qué camino! Estas calles no se terminan. ¿Por qué voy a pie tan lejos? ¿De dónde viene tanta gente en esta Ciudad? ¿Qué hacen aquí? ¿Qué hago YO aquí? Pues no hay vida aquí. Ya ha anochecido. A las cinco ya es de noche y ni un faro está encendido. ¡Qué asquerosos son estos edificios! ¿Quién querría vivir en ellos? Bueno, la gente no tiene otra oportunidad. Nos bañamos en estas contaminaciones, en este sucio que hay. Me siento desesperante. La Ciudad es desesperante.

            Estas calles son un jodido laberinto del que nunca saldré. Pero nunca en mi vida. Nos hemos perdido todos aquí. No sabemos la salida, no sabemos la causa porque estamos aquí. Voy a echar a la calle. Este estrés me matará. Esta tensión que hay aquí es insoportable. Quedaré sordo. Quedaré ciego. Quedaré sin tacto, sin olfato, sin pensamientos. Ya son las cinco menos tres. El doctor seguramente ya está esperando. Tengo que llamarle y decirle que voy a venir con retraso. Y tengo que mudarme, escapar de aquí. No quiero vivir en esta Ciudad. Pero esto después de la terapia.

 

 

 

 

 

3. La cama

Había vivido doce mil seiscientos noventa y cinco noches de las que había dormido dos tercios. Para Marcos, fue otra noche de puro insomnio que se había apoderado de su vida ya hacía unos años. Todo empezó después de la mudanza a la Ciudad. A esta maldita Ciudad llena de la oscuridad al mediodía y el sordo silencio en los lugares más ruidosos.

Se dio cuenta de que pensar en varias cosas por todo el tiempo no le facilitaba tranquilizarse. Sudaba, le picaba todo el cuerpo y cada instante se rascaba los brazos, la espalda, los muslos. Centímetro por centímetro. Por eso, su piel tenía muchas manchas rojas y ya parecía la coraza de un bogavante cocido. Sufría mucho, aunque todos sus parientes creían que solo era el estrés y no debería irritarse tanto. Pero él sabía que ya era una enfermedad, que no eran solo los nervios, que un hombre no debería agobiarse tanto.

Se levantó. Se deslizó sigilosamente de la cama con el objeto de no despertar a Inés. La mujer no sintió nada, porque ni siquiera se movió y seguía durmiendo. Marcos fue a la cocina para tomar una pastilla y tomar un trago de agua. Eran las cuatro y veinte. La luz de la farola ágilmente entraba por las persianas de la ventana y formaba unas rayas en el suelo. Las contó. Marcos tenía la obsesión de contar las cosas. Se ponía enfadado cuando algo no tenía pareja. Para él, todo debería tener el número par. Esta fue una de las causas de su odio a la Ciudad. Allí prácticamente todo era impar: los edificios en su calle, los coches aparcados delante de la casa, incluso los árboles que siempre crecían impares.

Marcos deseaba acostarse y dormir toda la noche, pero sabía que si hubiera vuelto a la cama no se dormiría, sino seguiría dando vueltas de un lado al otro y estaba en vela hasta amanecer. Miró tras la ventana, clavó los ojos en algo y siguió una idea. Se puso la bata porque por las noches ya hacía mucho frío y llevaba puesto solo el pijama de mango corto. Se acercó a la puerta, la abrió y entró a la densa oscuridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4. El rascacielos

            Ignacio salió zumbando del rascacielos en el que estaba trabajando pero se paró un momento para admirar el edificio que tenía treinta y seis plantas. Todas estaban cubiertas muy herméticamente de una capa de cristal que reflejaba los rayos del sol a su pálida cara.

El hombre sentía un cierto respeto ante el edificio. Cada día entraba dentro de él, pero nunca se había dado cuenta de la grandeza y la firmeza que representaba esta construcción. Estaba muy contento de poder trabajar en un lugar tan moderno y especial, pero de repente le pasaron escalofríos por su huesuda espalda y sintió un temor tan grande que provocó un calambre de todos sus tensos músculos.

            En realidad no sabía qué había pasado, ¿por qué de repente se sintió tan mal? Clavó los ojos a su silueta que se reflejaba delicadamente en la cristal. Le llamaron la atención sus ojos que estaban a punto de llenarse de lágrimas. Eran rojos y muy hinchados. Inquieto, inhalaba muy irregularmente por su pequeña nariz que parecía que estallaría en un rato. Su boca se secó, empezó a temblar ligeramente. En este momento ni siquiera podía moverse. Estaba como si fuera congelado y solo el llanto o el grito pusiera descongelarle. Intentaba responderse a la pregunta: ¿qué había pasado? pero sus pensamientos estuvieron bañados en una pintura negra, muy espesa y tupida.

De súbito, escuchó el fragmento de una canción que sonó de un coche que pasaba junto detrás de él. Empezó a reír, a troncharse de risa. La canción fue como un disolvente vertido a la oscura pintura en su cabeza. No recordaba cuándo había escuchado esta canción, pero le sonaba algo muy agradable. Su mímica cambió inesperadamente, sus tristes ojos se alumbraron, los labios sonrieron. Parecía que todos sus músculos de la cara hacían un gran esfuerzo para mostrar su felicidad, pero era un esfuerzo muy natural y muy espontáneo.

            Toda la escena duró unos tres minutos. El hombre, vestido de un traje demasiado grande,  miraba fijamente al reflejo de su cuerpo, sin hacer ni un pequeño movimiento. Mostraba en su cara un abanico de emociones actuando como un mimo o un payaso. Miró al reloj que apretaba su flaca muñeca y se fue al aparcamiento donde había dejado su coche. Estaba muy contento, como si hubiera tomado una pastilla de felicidad condensada.

 

 

 

 

 

5. El Parque

            Aquel día hacía mucho sol. La luz alumbraba los edificios. En ese momento, la Ciudad estaba tan bonita como si hubiera guardado su lado oscura, mostrando lo más atractivo que podía ofrecer. El viento soplaba suavemente por las calles. El calor agradable parecía tranquilizar todo el mundo.

            El autobús paró en la parada “El Parque”. Martín salió del vehículo. Estaba fuera de sí. Temblando y sin tenerse en pie, el hombre entró en el jardín para tomar nuevas fuerzas y tranquilizarse. Se sentó en un banco de la parte norteña de la orilla del estanque que estaba en el centro del Parque. Sabía que ya no había motivos para sentir la inquietud. Tomó un trago de agua y empezó analizar lo que había pasado.

***

            Cuando el doctor contestó, Héctor pasaba por el Parque para acortar el camino.

            ‒Hola, soy Héctor Martínez, le llamo porque quería decir que llegaría con retraso, pero la verdad es que tengo que cancelar la cita de hoy‒. Confundido, escuchó lo que había dicho el doctor, mordió los labios, pensó un segundo y le respondió: ‒Sí, lo sé, sé que ya es muy tarde, pero es que… me había pasado algo y por eso no puedo venir ‒. El hombre se sentó en un banco de la parte este de la orilla del estanque, pidió perdón al doctor y terminó la conversación.

***

            Aquel día, en la red se difundió un viral en el que un hombre vestido de bata y con unas ojeras muy grandes caminaba encorvado por las calles. El vídeo se titulaba “El zombi de la Ciudad”. Era Marcos el protagonista del vídeo que hacía doce horas había salido de la casa para dar un paseo, cansarse un poco y, por fin, dormirse. El hombre paseó doce horas. Totalmente perdió el sentido del tiempo, pero finalmente, cansado, llegó al Parque y se tumbó en el césped que crecía en la parte oeste de la orilla del estanque.

***

            Ignacio dejó su coche en el aparcamiento, en un sitio que estaba muy cerca de la puerta del Parque. Se dirigió a su lugar favorito, su enclave, en el que podía contemplar la naturaleza y pararse para un momento. Su oasis se ubicaba en la parte sur de la orilla del famoso estanque.

 

            Todos los hombres se reunieron por casualidad en este lugar, en los cuatro lados del estanque. Juntos escondidos de su mayor temor: la Ciudad. Ni siquiera eran conscientes de su existencia, pero todos sentían un pavor parecido ante la influencia destructiva de la Ciudad en su vida. En el mismo momento, miraron el reflejo de su cara en el agua que, en realidad, era la misma cara de todos los cuatro.