La cura

Capítulo I:

Los síntomas

 

“¡Muévete!”

Me moví.

“¡Sácalo!”

Lo saqué.

“¡Dispara!”

Y disparé.

Un muerto: hombre de treina años, soltero con un gato. Ciudad: Tokio, Japón. El 25 de enero de 2018. Sentencia: irresponsable.

            Me condenaron a veinte años de cárcel. No les importaban mis explicaciones. Ni fingían que me creyeron. ¡Ay! ¡Carroña burocrática! Lo único que sabían hacer era acusarme. Sí, maté a ese hombre. Ni me acordaba de su nombre ni si lo conocía de antes. Por supuesto, tampoco me creyeron.

            Un policía me cogió por el brazo con su mano torpe. Apestaba, a ajo y a sudor. Aunque quería liberarme de ese tufo y su abrazo de hierro, lo único que logré era una bofetada y sollozo de mi padre interrumpido por el gemido desgarrador de mi madre.

            Me arrastraron a una habitación oscura, con una sola lámpara que parecía haber vivido más que toda la cárcel.

“¡Muérdelo!¡Que sufre!”

­            –¡Vaya! ¡Déjame en paz! –me eché a gritar llorando a la vez. 

El policía me quitó las esposas y se alejó hacia el rincón de ese pequeño infierno. Me encogí estrechamente, clavándome las uñas en los brazos.

             Los gritos en mi cabeza se intensificaban paulatinamente. Rellenaban mi cráneo picando
y agarrándolo como si quisieran desgarrarlo pedazo a pedazo. Para salvarme de ese dolor, empecé
a acompañarles a todo volumen para que me oyera toda la prisión.

“¡Grita, tira, mata!”

Pasaron minutos, horas... Me tranquilicé y “ellos” también. Ya se habían convertido en un tenue zumbido parecido a este de la lámpara. A las cuatro entró él. Llevaba una camisa blanca cuidadosamente planchada, unos pantalones grisáceos y una bata característica a un médico.

–Buenos días, señorita Chan. Soy el doctor Van. Quiero ayudarle.

–¿Y me creerá usted?

–Por supuesto. Para esto estoy aquí. ¿Qué le pasa, señorita?

–Me hablan. Me hablan todo el tiempo. Ellas me hicieron hacerlo.

Me miró desconcertado. Fingió una risa y dijo:

–¿Quién?

–Ellas, doctor. Las voces.

 

 

 

Capítulo II:
El diagnóstico

 

No puede ser. ¡No! No lo creo, ay, no… no. ¡Él mismo es un imbécil! ¿Él me va a examinar? ¿Él? Ese... ese monstruo sádico, ese grosero. ¿Quién te ha dado el derecho de llamarme así? ¿Quién? Otro imbécil, seguramente. ¡Todos sois una secta! Los doctores. ¡Jajajaja! Los doctorcitos; todo sois unos insectos pequeñitos. Lo único que queréis es matarnos, meternos en una celda, ¿no? ¡No, no, no! ¡Nunca me tocaréis! Jamás.

Me miras como si me volviera loca. Sí, sí, ya veo como te ríes por dentro, pero no, no, no: yo no seré otro trofeo. Yo no soy un ciervo para que me rellenes y cuelgues en la pared. ¡Recuérdalo, doctorito! A los demás puedes encarcelar en su cárcel o, como tú lo llamas, “hospital para los mentalmente enfermos”, pero a mí: no. ¡Te lo repetiré hasta que lo entiendas, asno! Me crees un verdadero caso especial en su carrera de psiquiatra. Perdón, pero te desilusionaré: soy la más normal de todos los normales.

Ahora, seguramente, me convencerás de que ese “centro de salud” sea un paraíso, ¿me equivoco? Yo no sé: ¿de verdad él piensa que le voy a creer? ¡Idiotez! ¿Y qué más? ¿Me convencerá de que la camisa de fuerza sea para que no me pase nada malo? ¿Quién yo soy? ¿Una niña pequeñita que necesita estar bajo constante vigilancia? Cretino, cretino, cretino. Eres un gran cretino.

Bien, ahora me tranquilizo. Respiro regularmente. Hago una aspiración y... No, no, no, ya no puedo. ¡Lo mataré! Juro que lo mataré si me mira así otra vez. Me mira como si fuera de cristal y él pudiera ver todo lo que pasa dentro de mí. Aunque es tan irritante, me divierte. Ya no sé qué me divierte más: ¿su rostro seudointeligente o sus ojos más pequeños que los de un cerdo?

Kita, tranquilízate. No me detendrán más que pueden. Algunas horas más y estaré libre y si no... Se les pagaré bien y basta. Da igual. Legal o ilegalmente salgo de aquí. Salgo y vivo mi vida.

¿Pero por qué todo eso dura tanto? Ya han pasado varias horas y sigo en esta asquerosa habitación sin saber qué pasará conmigo. Les aconsejaría que no me hicieran más impaciente. Les doy cinco minutos más y si no están decididos, salgo. Salgo, salgo, salgo. Volveré a casa y me emborracharé. Estaré bebiendo hasta que se me olvide todo el mundo.

 

–Estoy seguro, lo siento. Es esquizofrenia. La ingresamos en el hospital, decidido.

 

 

  

 

Capítulo III:

“La escapatoria”

 

            El diagnóstico era claro: esquizofrenia.          No había duda de que me ingresarían en el hospital. Este tipo de demencia siempre se castigaba así. Me pusieron una camisa de fuerza y la apretaron hasta que empezaron a dolerme los brazos. Unos policías me cogieron e hicieron entrar en una ambulancia asquerosa. Me transportaron como si fuera ganado. Pero yo no permitiría nunca que me llevaran a esa matanza sin luchar; solamente esperaba el momento adecuado para escapar.

            Llegamos al “centro de salud”.

            “¡Huye!”

            ¿Cómo huir? No sabía dónde me habían arrastrado: a un sitio donde se hallaba solamente esta fortaleza de locura, de pura demencia y su rey: el doctor Van. Me recogió clavando los ojos en mí como una bestia voraz, como un rey de la jungla de buitres... y yo la carroña para saciarlos.

            “¡Nos matarán! ¡Nos harán sufrir!”

            –Vamos, no hay tiempo que perder. Su habitación ya está preparada, señorita. No se preocupe. Le ayudaré. Aquí está en el mejor centro de ayuda a los enfermos.

            “¡Cabrón, cabrón!’

            Sacudí la cabeza por primera, segunda, tercera... siguiente vez. La furia que me rellenaba se reflejaba en mis ojos, me sudaban las manos y se me ponía el corazón a cien. No tenía fuerza para forcejear con estos dos capullos. Así entramos. Pasamos una habitación, otra... Recordaba todos detalles: cantidad de las puertas, números de los pasillos, nombres en las placas. Instintivamente buscaba escaleras o una salida de emergencia. ¡Gracias a la naturaleza que me dio el instinto de supervivencia tan bien desarrollado!

            Nos paramos delante de una puerta de hierro. El doctor introdujo un código especial y cuando ya sacaba una llave de su camisa...

            “¡Muerde! ¡Mata! ¡Vamos, vamos!”

            –¡Huye, huye! ¡Cogedla!

            A la derecha, pasillo número cuatro, a la izquierda, por la puerta número dos y...

            –¡Aquí! –exclamó un policía.

            “¡Rápido, rápido, tonta!”

            Me parecía que se me salía el corazón por el pecho, la sangre corría como endemoniada y el sudor me impedía ver a dónde iba. Corría a ciegas; ni sabía dónde huir, ni a dónde iría al escapar. Empujé la primera puerta a la derecha. Ya no oía a los perseguidores sino mi respiración irregular y la sangre pulsando en las orejas. Encontré las escaleras. Bajé. Aquí estaba segura. Era un sótano hediondo, un poco oliente a sangre... No había luz. Palpaba la pared hasta que sentí un interruptor. Encendí la luz.

            –No... –murmuré. Encontré un laboratorio, una entrada al infierno.

 

           

Capítulo IV:

“Un amante ideal”

 

Cinco días antes: el 30 de enero.

Llegó el tiempo de ajustar las cuentas. Lo encontré y maté. ¡Qué fácil! Era un cobarde, perdón, el rey de los cobardes. Solo me miraba con esos ojos llenos de desesperación y lágrimas. ¡Qué debilucho! Ni sabía morir con dignidad. “¡No lo hagas, no! Te pido, te pido...”. ¡Tonto! ¿Cómo tratar en serio a un hombre que lo decía babeándo y temblando de frío?

Su sollozo era insoportable. Se mordía los labios hasta que se le hicieran rojos de la sangre. Me parecía un arco iris: ojos azules, ojeras de color violeta, labios rojos y el cutis lleno de espinillas negras y esos dientes amarillentos. ¡Pura belleza! Su cara cambiaba de color: una vez roja, una vez violeta y al final tan pálida como un trozo de tiza. Si al verlo por primera vez ya me pareció asqueroso, entonces en ese delirio ya me parecía la encarnación de la fealdad.

El hedor del sudor mezclado con la orina que lo rodeaban era terrible. Estaba sucio, pero creía que para él ese tufo era tan natural que ni lo notaba. ¿Para qué deberíamos dejar vivir a los que sólo malgastaban el aire? Si le dejara vivir, él seguiría apostando y al perder todo, se bebería una botella del whisky barato, manosearía a las camareras jóvenes y les propondría un gato a cambio de otro vaso. ¡Un pedazo de degenerado! Evidentemente era un soltero privado del sentido de la vergüenza. Sus manos arrugadas y pegajosas del sudor parecían constituir una unidad con las botellas de vodka. A veces se despegaba del vaso y buscaba a un chica para ligarse a una pobrecita y cuando la proponía que se acostara con él, se divertiría tanto como medía: como un enano.

A mí también me propuso hacer amor, pero le di una bofetada para que recordara dónde tienen su sitio los perros como él. Se relamó lentamente varias veces. Y entonces él cometió el mayor error de su vida: entre muchos insultos, entre muchas insinuaciones y un montón de palabrotas, típicas a un hombre de la cuneta, apareció “loca”.

–¡Jajajaja! ¿Qué perra? ¿Ya te vas? He oído como hablabas con sus amigos imaginarios en el baño. ¿De verdad? Nadie te quiere y tienes que imaginarte a alguien que quiera una asquerosa como tú. ¡Ja! Loca, loca, loca. Mejor sea que invite a la cama a alguna de tus amigas, ay, perdón, ¡tú no las tienes!

Y yo no estaba loca. Solo él no lo sabía... tampoco sabía que no se debería llamarme así. Entré en su casa, saqué una pistola, disparé y dije:

            –He venido, amante. Me querías en tu cama. Así estoy –. Me acosté a su lado. Sus mejilas estaban frías. Ojos innaturalmente abiertos me miraban sin brillo –. Tu loca ya está contigo y quería presentarte a mis amigas... Mis voces.

 

 

 

Capítulo V:
El tratamiento

El laboratorio era enorme. Una sala en forma triangular con las paredes puramente blancas. La blancura de la superficie hacía que la luz que daban las lámparas fuera insoportable y provocaba el dolor de los ojos que se acostumbraban lentamente.

Vi un objeto: un tipo de cama, pero con los cinturones para los pies, las manos y... para el cuello. De repente me di cuenta de lo que pasaba allí.

–¡Cogedla! –exclamó el doctor Van con furia–. No puede escapar.

Estaba demasiado horrorizada para ejercer cualquier movimiento que me permitiera huir. Ya no tenía esperanza, me quedé sólo el miedo.

–¡Déjame, capullo! ¡Déjame y no me toques, perro! –gritaba intentando liberarme de los brazos de los dos enfermeros.

–Tranquila. No queremos herirte; aquí no te puede pasar nada malo –aclaró el doctor con fingida serenidad.

–Doctor, ¿qué hacemos? Ella ya sabe de... –empezó uno de los ayudantes de mi torturador.

–Basta. Nuestra paciente será muy buena persona y, seguramente, no dirá...

–¿Qué? ¿No diré que usáis a los pacientes como ratas para hacer sus... sus...? ¡Ni se puede llamarlo!

–Señorita, no me facilitas –interrumpió el doctor, pero no le dejé continuar.

–¡Déjame, cabrón!

–Señor Van –dijo el que me agarraba–, ya no podemos liberarla. ¿Llamarle al doctor Yun?

–Sí, llámale. Yo voy a prepararla –respondió mirándome con rara satisfacción.

–¡No, no, no, no, no!

–¡Amordázala!

Me inyectaron un estupefaciente que provocó la parálisis de todo mi cuerpo. No podía moverme, ni resistir más. Respiraba con dificultad.

Lo último que oí fueron los zapatos del doctor Yun. Lo último que sentí fue la frialdad de un metal que me apretaba las muñecas. Lo último que vi era una gran aguja que se acercaba a mi ojo.

No me acordaba de los detalles. Me desperté en una habitación clara, con una ventana pequeña con las rejas de hierro. Sentada en la cama, pensaba en la blancura de las paredes de mi celda. Eran casi como la nieve...

Pasó media hora cuando entró un hombre en una bata blanca. Me miró y se sentó al lado.

–¿Qué tal, señorita? Soy el doctor Van. Estás enferma y yo quiero ayudarte –explicaba como si fuera una niña de pocos años.

No le respondí, solamente asentí con la cabeza y clavé los ojos en el bolsillo de su bata.

–¿Qué tiene usted aquí?

           

Capítulo VI:
“La reposición”

            El doctor me miró desconcertado, pero al fin respondió:

–Vale, es un bolígrafo que me dio mi esposa.

–¿Puedo verlo? Me gustan mucho los bolígrafos, ¿sabe? –dije inclinando la cabeza desde un brazo hacia otro, como si me meceiera. Le miré con los ojos llenos de esperanza, de una niña ingenua que espera a estar regalada con un caramelo.

            “¡Dánoslo, imbécil! ¡Danos ese puñetero boli!”

Doctor Van buscó en el bolsillo y lo sacó. Extendió el brazo hacia mí diciendo lentamente:

            –Aquí está.

            –¡Muchas gracias! –exclamé satisfecha.

Cerré los ojos y empecé a palaparlo cuidadosamente. Incrustado, frío, alargado... Ideal.

            “Mata

            Abrí los ojos, torné la cabeza hacia él. Me relamí.

            –Dime, doctor, ¿su esposa sabe qué hace usted aquí?

            –¡¿Qué?! Ay, devuélvame el boli, señorita. Veo que todo está bien y ya puedo ir a vistar a otros pacientes.

            –Uy, uy, uy, tranquila, doctor. Solo una pregunta más, solo una.

Me asintió con la cabeza.

            –¿Cúanto dura el morir?

Ni logró moverse. Podía que estuviera tan sorprendido u horrorizado que olvidó cómo se mueve.

–¡Doctor, qué vergüenza! ¡No me ha respondido y ya se ha muerto! ¿Qué? ¿Para qué me miras así, ojiplático? ¿Qué? Jaja, ¿no sabías que los experimentos no siempre salen bien? Sí, sí, recuerdo, recuerdo qué me has hecho. Sí, tienes razón –dije moviendo su mano con la bota–, no me acuerdo ni de mi nombre, ni quién soy, ni qué he hecho, pero sí que recuerdo el dolor que me has regalado. Ay, ay. Pero, perdón, doctor, ahora lo veo ridículo. Está tendido en el suelo con el boli en el cuello. Ja, y esa sangre en las paredes que has dejado cuando intentabas, no sé, huir, creo. Puede que alguien diga que es una pura aberración hablar con un muerto... o en agonía –dije abriendo los brazos para dar a esta escena más dramaturgia–, pero yo creo que no lo es. Yo solo le explico qué ha pasado y me siento ofendida por no haberme respondido. De lo que yo sé, no se trata así a los pacientes. No, no, no, no me gusta su actitud, doctor. No me gusta. Pero, ya hemos hablado mucho. Nos veremos en un santiamén, me responderá.

Le palpé todos los bolsillos. Seguramente tenía algo que me ayudara. ¡Genial! Saqué una navaja.
Las sirenas ya sonaban estrepitosamente. Ni me dejaron morir tranquilamente. Cerré la puerta desde dentro con la llave que encontré en su camisa. Me tendí al lado del doctor, para que no me pareciera tan desamparado, solo... Apreté la navaja en el puño y deje el filo dibujar libremente en mi cuerpo.