La sombra de la luz

 

Capítulo I: La sombra de la luz

 

 

 

̶  ¿Y tú, nunca has deseado conseguir algo? Pero desearlo tan fuertemente que no te

 

rendirías aunque te esperara la muerte...

 

En vez de oír cualquier respuesta recibió una mirada aún más asustada. El flujo de miedo derritió la máscara de una persona dura que llevaba ese chico, las emociones inundaron su rostro y ahora podía leerlo como un libro. El joven clavó sus ojos en las rupturas de la acera como si intentara esconder algo.

 

̶  Bueno... – la voz ronca rompió el silencio que a cada momento se hacía más ruidoso

 

̶  Dicen que lo importante es el camino, no la meta, pero estoy convencido que en mi caso la

 

meta no significa el final, sino el comienzo...

 

 

 

 

La úlitma hoja cayó apaciblemente hundiéndose en un charco sucio. La mezcla de sus tonos cálidos desaperció en la mugre quitando del paisaje el único color. Es curioso que las hojas tienen tanto en común con el hombre, al principio verdes, pero fuertes y llenas de energía, con el tiempo adquieren colores y se deshacen de su vigor. Lo mismo pasa con la gente: la experiencia la enriquece, pero también, poco a poco, le quita la salud, para que definitivamente puedan caer en un sueño eterno.

 

Estos días llovía a cántaros, el invierno se acercaba a la ciudad y se podía percibir que

 

Barcelona igualmente esperaba a la llegada de la muerte o una hibernación. Las calles se quedaban vacías, solo de vez en cuando aparecía un empresario de una corporación internacional que tenía su sede justo a la esquina. Francisco observaba desde su casa cómo estos jóvenes millonarios corrían bajo la lluvia intentando esquivar las gotas de agua. No sabía por qué pero le daba gusto ver cómo el aguacero dejó a estos trajes echos a la medida completamente mojados. Su sonrisa irónica irradiaba desprecio, aunque lo único que le estaba comiendo por dentro era la envida. «¡Mejor que te pongas a estudiar!» pensó Francisco y se alejó de la ventana. Dio una vuelta por su habitación con el objetivo de encontrar la libreta, pero el huero griterío que emanaba de la televisión, ensordeció todas sus intenciones. Así, sentando en el sofá, con los pies encima de la mesa y con el mando en la mano, permaeció hasta que atardeció. Cuando eran las seis menos cuarto y se acercaba la hora de la llegada de su abuela, pulsó el botón rojo para premiarse con un momento de silencio que en definitiva no apreció.


El estruendo continuo de un motor viejo llenaba la calle y no dejó ningunas ilusiones que la holgazanería estaba acabada para ese día. La abuela apagó el motor y con todas sus fuerzas empujó la puerta; la pieza de metal se resistía, pero finalmente se movió produciendo un gran chirrido. Francisco, que ya se hallaba al lado de la vieja, tocó su hombro para marcar su presencia. Notó que la abuela necesitaba algunos segundos para reconocerle. «Deberían cambiar esas bombillas, apenas puedo ver mis piernas» intentaba ocultar que no pasó nada, o si pasó, seguramente no era que su abuela perdiera la conciencia. Le dio el bastón y se dirigió al maletero para vaciar su contenido. Iban directamente a casa cuando Francisco vio una silueta que les observaba. La figura estaba escondida en la sombra, aunque se podía percibir su rostro gracias al mechero que en este momento utilizaba para encender un cigarrillo. Francisco quiso decir algo, pero el fulano se dio la vuelta sonriéndose aviesamente.


Capítulo II: La sombra de las memorias

 

 

¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué estaba haciendo delante de nuestra casa? ¿Por qué nos estaba observando?... ¡No! ¡Párate, Paco! Ni siquiera sabes si todo lo que has visto fue real... Sí, fue un sueño, o mejor dicho, una pesadilla. Una de esas en la que te comportas totalmente normal, haces cosas cotidianas, cuando de repente aperece un monstruo que te quiere comer y tú, tienes tanto miedo que te matas para poder abrir los ojos. ¿Y qué si todavía no me he despertado?

 

¡Vaya tontería! ¿Qué intentas ocultar, Paco? Era una tarde como siempre: tu abuela volvía del trabajo, tú le ayudabas y... y sí, viste un fulano. Era raro, casi invisible, pero existía. ¡No vivas en una película de fantasía! Todo lo que te ocurre es la realidad.

 

¡Entiéndelo! ... Pero ese tío parecía a un fugitivo de manicomio. ¡Espera! ¿Un loco? ¿Y tú no hiciste nada? ¡Enhorabuena, Francisco, eres un genio! Deberías decir algo, intentar hablar con él... Claro que lo intenté, lo juro; fue él quien se preparaba a huir... ¿Y qué si fuera peligroso... O fuera un chorizo y quisiera robar nuestra casa? Quizas todavía quiere... Eres el único hombre en esta casa, pues ¡deja de mearte en los pantalones y piensa qué puedes hacer con todo eso!... ¡No! Los ladrones no se dejan agarrar con las manos en la masa ni se distinguen tanto... No sé, a lo mejor debería preguntar a mi abuelita si notó algo extraño ayer...O si ese tipo es sólo un juego de mi imaginación...

 

¡No! ¿Otra vez? ¡Déjalo! Estás cansado, Francisco. Dices tonterías. Mejor que te vayas a dormir... Tranquilo, que no pasó nada. Sólo viste un peatón que se había perdido y estaba errando por las calles. Seguro que nunca le encontrarás de nuevo... Más bien no enfrente de tu casa...


Capítulo III: La sombra del secreto

 

 

Los pensamientos de Francisco no se paraban como la lluvia que residía en Barcelona aquellos días. Las nubes tapaban todas las calles y los matices del gris eran los únicos colores que irisaban en las gotas. La ciudad continuaba su camino hacia un sueño eterno, pero aquellos días olía a inquietud. A algo que nunca debería suceder. A algo que debería guardarse bajo siete llaves.

 

La inesperada llegada de la tía Eulalia parecía no tener ningún propósito; una simple visita que se prolongaba tanto que después de una semana todavía no se percibía su final. En realidad la presencia de la huésped resultó ser muy valiosa. Francisco podía dejar sus tareas domésticas, que siempre intentaba realizar en vez de su abuela, y aprovechar el tiempo para estudiar para los exámenes. La tía Eulalia era la hermana menor de su abuela y últimamente, también la única familia que les quedó. A pesar de su edad, tenía el cuerpo muy encorvado, su rostro cubría una telaraña de arrugas, dentro de estas brillaba una cicatriz: huella de su tempestuoso matrimonio. Pero Francisco siempre la veía con una sonrisa sincera e indulgente, además era la única persona que le trataba con tanto cariño; quizás porque él sustituía al hijo que ella nunca consiguió tener o quizás porque se sentía obligada cuidar a un chico que se quedó huérfano. De todos modos, su llegada vivificó esta pequeña casa perdida en las afueras de Barcelona.

 

El tiempo se quitó el innecesario lastre de la rutina y se puso a correr muy deprisa.

 

Francisco embriagado por la libertad, pasó todo el fin de semana con sus amigos del colegio.

 

Acostumbrado al mal oído de ambas mujeres, entró a casa sin decir ni pío. Se dirigió hacia la cocina, pero le paró una conversación discreta.

 

̶  ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? – reconoció la voz de su abuela.

 

̶  ¡Era tu hija! – aunque Eulalia susurraba, el eco de sus palabras se difundía por todo el cuarto.  ̶  ¿Cómo puedes decir que eso no te importa?

 

Le respondió un silencio denso.

 

̶  Bueno, lo dejo... ¡Pero recuerda que lo debes guardar bajo siete llaves!

 


Capítulo IV: La sombra de los cambios

 

La lluvia lavó de las almas toneladas de pesadumbres. Al cumplir sus deberes dio media vuelta y se puso a buscar otros contagiados. Liberó de la inquietud, quitó lo nocivo, privó del adormecimiento, despojó de todo lo que entonces resultaba innecesario. Cuanto más sobrantes misterios aparecían, más se apresuraban las agujas del reloj, como si escaparan del encuentro de la solución.

 

Francisco no escapó. Encontró la solución. La única oportuna para él y la última que pudiera cambiar algo. Dejar sus pensamientos. En su embrollado razonamiento el resultado de esta ecuación era evidente: hacerse el sordo a todo lo que últimamente se había metido en su vida era un fantástico remedio para quitárselo y terminar el asunto. Revolver en las cuestiones recientes exigía paciencia, estabilidad y sobre todo fuerza. Era un proceso que duraba y nunca se sabía si realmente valía la pena esforzarse tanto, porque el efecto final podría resultar infortunado. Y otra cosa era el hecho de que Francisco no tenía todos esos atributos para empezar a actuar, es más, no tenía fuerza para pensar todo el tiempo sobre los extraños acontecimientos de los últimos días.

 

Entonces limpió su mente, la vació y cerró bajo siete llaves para poder comenzar el día siguiente y volver tranquilamente a la escuela. Regresar nunca era fácil, pero abrir la nueva etapa siempre era bueno para introducir cambios. Aparentemente todo seguía con su ritmo, todo con excepción de los pequeños detalles. Este edificio, aquel día adornado con los rayos dorados, por primera vez despertó en Francisco algo semejante a nostalgia. Se quejaba de sus profesores, de los deberes, de los exámenes y de otras tonterías, pero se dio cuenta de que la mayoría de las mejores cosas que habían pasado en su vida, habían ocurrido gracias a sus amigos de allí.

 

Tenía ganas de cruzar la puerta y disfrutar del, ya olvidado, albotoro, no obstante al oír la voz conocida se paró a medio camino.

 

̶  ¡Francisco, espera! – era Ana, una de su pandilla de amigos.

 

La vio cuando apareció delante de un grupo de transeúntes que en aquel momento pasaban el cruce de peatones. Corría torpemente y la pesada mochila rebotaba de su espalda produciendo un ruido sordo. Llevaba un vestido rojo chillón y una chaqueta marfil que contrastaba con su piel quemada. En sus mejillas pulsaban dos manchas bermejas, pero Francisco no era capaz de constatar si son efecto del esfuerzo o resultado del reciente viaje a

 

México. Cuando se acercó, notó que toda la luz que su apariencia iluminaba como una farola, no tenía nada que vez con su estado de ánimo.


̶  ¿Qué pasa, Ana? – preguntó en vez de dar la bienvenida.

 

Ella le miró con los ojos apagados e intentando recuperar la respiración, murmuró: ̶  Alguien me persiguió.


Capítulo V: La luz de la verdad

 

 

Había palabras que pesaban más que otras y aunque fueron dichas, parecían estar colgadas en el espacio. No tenían a dónde huir, por lo tanto resonaban en el aire invernal chócandose contra sí mismo. Esto inaudible eco se hacía tan insoportable que empujaba a reaccionar. Pero antes había que romper la cadena de pensamientos.

 

«Alguien me persiguió» retumbaba en aquel momento, acompañado del enjambre de reticencias. En otras circunstancias Francisco no se sentiría tan inquieto, pero tenía en cuenta que la semana pasada un hombre raro le observaba en frente de su casa.

 

̶  ¿Estás segura? – preguntó intentando sonar lo más reposado posible.

 

̶  Sí, huí de él al lado de Casa Batlló, pero ese hombre era... no sé, como sacado de otra época – con cada palabra su voz temblaba más y más.

 

Francisco estaba convencido de que pensaron sobre la misma persona.  ̶  Tenemos que hacer algo.

 

̶  ¿Pero qué? La policía no detiene solo por pasear por la calle.

 

«¿Pasear por la calle? ¿Y no fuiste tú quien dijo que él te HABÍA PERSEGUIDO?»

 

̶  Pues vamos por el mismo camino que has ido hoy al instituto, quizás él todavía está allí – sus palabras le sorprendieron, incluso en aquel momento esa mención le puso los pelos de punta.

 

̶  ¿Estás loco? Ese tío puede ser peligroso. Además tenemos clases ahora.

 

En el fondo de alma rezaba que Ana le diera dos o tres argumentos más y después podrían dejarlo así como era, sin embargo, la curiosidad parecía dominar sobre la razón.

 

̶  ¿No crees que eso es más importante que las clases?

 

̶  ¡Claro que no, Paco! Quizás sería un juego de mi imaginación...

 

Pero Francisco ya no escuchaba, se dirigió hacia el Paseo de Gracia y Ana se sintió obligada a hacer lo mismo. Su búsqueda no duró mucho tiempo. Le encontraron dónde Ana lo ha visto por última vez. El hombre pareció estar perdido. Erraba por la calle, hasta que les notó y se puso a correr. Primero llegó a la Plaza de Cataluña e intentó fundirse en la muchedumbre, al fracasar les guió a los callejones de Barrio Chino.

 

Ninguno de ellos era capaz de correr y tampoco de resistirse. La ventaja estaba a favor del desconocido, pero cuando entró a la Plaza Real, inesperadamente se atascó en la maraña de sillas.

 

̶  Eso no tiene sentido... – se puso frente a frente con los jóvenes  – Tenemos que

 

hablar.


̶  ¿Qué quieres de mí? – estalló Ana, pero él parecía ignorarla.

 

̶  No, no es así... ¿Tu tía no te ha dicho nada? – miró hacia Francisco.

En la cabeza del joven pitó un alarma.

 

̶  ¿Qué? ¿A ella también la persigues?

 

̶  ¡No! Yo no quería perseguiros, solo... solo intentaba recoger informaciones.

 

̶  No entiendo nada – otra vez interrumpió Ana.

 

̶  Francisco, me llamo Martín Gonzáles y soy tu hermano... – lanzaba las palabras con la velocidad de una ametralladora – Perdona que te haya asustado, sé como lo pudo parecer, pero mi único objetivo era encontrarte... Si no me crees, habla con tu tía.

 

Al no obtener ninguna reacción continuó justificándose:

 

̶  ¿Y tú, nunca has deseado conseguir algo? Pero desearlo tan fuertemente que no se

 

rendirías aunque te esperara la muerte...

 

En vez de oír cualquier respuesta recibió una mirada aún más asustada. El flujo de miedo derritió la máscara de una persona dura que llevaba ese chico, las emociones inundaron su rostro y ahora podía leerlo como un libro. El joven clavó sus ojos en las rupturas de la acera como si intentara esconder algo.

 

̶  Bueno... – la voz ronca rompió el silencio que a cada momento se hacía más ruidoso

 

̶  Dicen que lo importante es el camino, no la meta, pero estoy convencido que en mi caso la

 

 

meta no significa el final, sino el comienzo...