Érase una mudanza


1.

Érase una mudanza

      –Y ¿qué has hecho, imbécil? ¿Quién te ha enseñado a conducir? Vaya cara que tiene. ¿No has visto que elsemáforo estaba en verde? Tío, ¿qué te pasa? ¿Te has quedado sordo?

            No, no era así. Podía oírlo perfectamente; es más, pensaba que sus bramidos iban a romperme los tímpanos. Miré el parachoques de su Audi que todavía olía a cadena de producción: no había ninguna huella –aparte de una mancha de restos de excrementos de pájaro, de dos o tres días– mientras que mi pobre Fiat se había quedado hecho pedazos. Mierda”, pensé y saqué mi cartera del bolsillo. Sin prestar atención a las palabrotas que todavía estaba escupiéndome a la cara, cogí un fajo de billetes y, más resignado que cabreado, estiré la mano hacia él. A la gente siempre se la puede callar con el dinero, así que lo hice porque ya estaba harto de sus gritos que parecían taladrarme la cabeza.

            Al igual que el panadero que me había atendido por la mañana, supuestamente indignado por  la falta de cualquier expresión de cortesía por mi parte, o el farmacéutico, que había pasado veinte minutos intentando explicarme en lenguaje de signos y con cara de idiota que no debería tomar aquel laxante por la mañana. El tipo no se daba cuenta de que en toda mi vida no he pronunciado ni una sola palabra. Nadie sabe por qué, pero es así. Ni siquiera yo lo sé. Pero ya han pasado tantos años que he dejado de buscar alguna explicación. Era un niño feliz: mis padres no me hicieron intentar suicidarme a los quince años; mis tíos y tías eran simpáticos y nunca quisieron tocarme allá donde nadie quiere que le toquen los tíos; mi abuela no era como la mayoría de las abuelas que he tenido la oportunidad de conocer, y en vez inculcarme la idea de pasar toda la juventud asistiendo a misa, arrepintiéndome de haber deseado a la hija del vecino, me leía el Quijote y me hacía reír hasta llorar. No he sufrido ningún accidente, no he visto a nadie morir, no he nacido en Ucrania en 1986. Simplemente quería hablar.

            De vez en cuando, algún psiquiatra intentaba convencer a mis padres de que después de dos mil euros y cincuenta horas de su terapia iba a convertirme en un verdadero cuentacuentos. Pero normalmente lo único que lograban era aburrirme con un montón de preguntas y actividades que, al fin y al cabo, resultaban baldías.

            Entonces, todavía un poco turbado y llevando más de veinte minutos de retraso arranqué el coche o, por lo menos, lo que quedaba de él, y tomé dirección a la Plaza Mayor.  

 

2.

 

            ¿Y cómo se lo digo? No, no se lo digo. Primero, por mucho que quiera, nunca se lo diré. Anda, esto sería una pesadilla. Una barbaridad. Diez años bajo el mismo techo sin pronunciar ni una sola palabra y primero que la digo es: me voy. Una crueldad inefable. ¡Bien merecido lo tiene! Pero no, no voy a vengarme de ella. Aunque la odio. Y con ello basta, no quiero odiar más de que sea necesario. No a mí mismo. Eso no.

            Vale, tendré que dejarle algún recado. O no. ¿Una mujer que es capaz de tirar por la ventana diez años de tu vida en un instante merece algún recado? No, hago la maleta y me voy. Antes de que vuelva del trabajo. ¿Y si vuelve mientras esté allí? Yo, en medio de recoger mis cosas. Mis libros. Mi ropa. Mi navaja. Mis papeles. Mis pequeñas libretas que tanto la sacan de quicio, siempre dispersadas por todo el piso. Y ella, en la puerta. Confundida, asustada. No, no puede ser. No quiero verla. No puedo verla después de todo lo que ha pasado. Ni siquiera puedo mirarla sin que vuelvan los recuerdos. ¿Cómo es posible que yo era tan tonto? Y ciego. Anda, mudo y ciego. Soy miserable, es lo que soy. Lo vi en sus ojos, sabía que ocultaba algo. Que mentía. Que él no le era indiferente. Que no era nadie. Lo vi, lo vi en sus ojos cuando la pregunté. Pero creí en lo que me había dicho porque me miraba los ojos. Mentir a alguien mirándole los ojos. Como un disparo en la espalda.

            Ahora ya no me arrepiento de ser mudo. ¿Para qué sirven las palabras si no para herir al otro y romperle el corazón? Son un arma peligrosa, nada más. Hieren, desvían, destruyen. Y las voy a evitar. No me servirán de nada.

            Fuiste algo así como un fenómeno gramatical: mucho verbo sin acción. Lo encontraste en Facebook y te gustó. ¡Qué frase tan bonita!, dijiste. ¡Qué ironía! Cuántos verbos me regalaste... Tendremos dos hijos. Te quiero. Siempre estaré contigo. Fuiste el primero y serás el último. Tener, querer, ser y estar. Verbos básicos. Sin ninguna base. Sin ninguna acción.

            Y dices que es mi culpa. Que no he cuidado de ti. Que te sentías sola. Y que hacía mucho tiempo que no te miraba como él te miró. Has dicho que no le quieres, que me quieres a mí pero que lo habías hecho porque ya no estoy enamorado de ti. ¿Y cómo lo sabes? Nunca me lo has preguntado. Has dicho que eres un cobarde. Que eres un cobarde porque no has tenido coraje para preguntármelo. Porque temías que iba a decirte que tenías razón. Mentiras, mentiras. Has necesitado una excusa para abandonarme. Pero ahora yo te voy a abandonar. Por mucho que me has rogado que no lo haga. Asustada por tener que empezar de nuevo.

            Pero me voy. Salgo del trabajo y voy a casa la última vez. A nuestra casa. El mudo se muda de casa. Y ya está. Vale, ya estoy. Plaza Mayor. Dios mío, cuánto he tardado en llegar aquí...

 

 

 

3.

Una boca elegida entre todas

 

            Nada más entré en nuestro dormitorio, me dio en la nariz el dulce aroma de tu perfume preferido, con el que solías embriagarme cada vez que besaba tu nuca. Me senté en la cama intendando ahuyentar el sinfín de recuerdos que empezaron a inundarme la cabeza. Sentí que se me había secado la boca. Estiré la mano para agarrar un vaso de agua que estaba en la mesilla de noche. Te había pedido mil veces que no pusieras vasos en libros, pero a ti te daba lo mismo. Cuando cogí el vaso, miré la portada del libro que otra vez te sirvió de servilleta y ya no me fue posible parar la oleada de sensaciones suscitadas por su título.

            Aquel viernes, uno de los pocos días soleados de aquel noviembre, llegué a la facultad mucho más tarde de lo que solía. Eso me hizo sentir suficientemente turbado para que me equivocara de edificios, por lo cual me quedé muy sorprendido cuando abrí la puerta del aula cinco y oí a un chino intentando proferir la palabra bocadillo”. Me di cuenta de que no había llegado a la clase de literatura contemporánea de América Latina, pues me dirigí, corriendo, en la dirección opuesta. Lo único que hubiera podido calmar mis nervios habría sido un cigarrillo, pero ya no tuve tiempo para pensar en ello.

            Cuando entré en el aula, el profesor dejó de hablar, me lanzó una mirada fulminante y dejó que mi jadeo de fumador –ya, supuestamente, carente de alguno de los pulmones– fuera lo único que se podía oír en aquel silencio sepulcral. Bajé la cabeza y tomé uno de los pocos asientos libres
–por si fuera poco–  al lado de ti. Hasta entonces no nos conocimos, aunque soñaba con eso desde que te había visto por primera vez. No sabía por qué; tal vez por tu pelo largo, detrás del que te gustaba esconderte de todo el mundo; quizá por tu mirada, aun más misteriosa que huidiza, o por ese
“algo”, que no sé qué era, pero que hacía que se me pusiera el corazón a cien cada vez que te veía.

            Puse mi ordenador en marcha y miré de reojo lo que ya habías apuntado. Estaba convencido de que no ibas a darte cuenta de que estaba copiándolo, hasta que me percaté de que el tableteo producido por tus dedos había cesado, y de que estabas mirando mi reflejo en la pantalla. Quise darte una sonrisa, pero lo único que logré hacer fue una mueca que se pareció más a un mohín de un niño al que los padres intentan convencer a que tome un bocado de más.

            No sé cómo fue posible que, pasadas unas semanas, te invitara a tomar un café. Y no sé cómo fue posible que dijeras “sí”. Miré otra vez la portada de Rayuela, manchada por el fondo del vaso, y me acordé de nuestra primera noche: la noche en la que me hiciste comprender qué es una boca elegida entre todas. Sí, nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces.

            Y ahora tengo que irme. Tengo que irme porque elegiste otra boca para besar.

4.

La prueba final

 

            –¿Y qué estaba haciendo la víctima cuando usted entró?

            –Nada. Ya estaba muerto.

            –Pero, ¿cómo lo supo?

            –No, no es que lo supiera entonces, todavía no. No lo sabía cuando entré en la cocina. Entré y lo vi en el suelo. Y me pareció raro que estuviera tumbado allí.

            –¿Boca arriba?

            –Boca abajo.

            El policía que interrogaba a María sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos, escogió uno, lo encendió y se tragó el humo ruidosamente. El otro, enfrascado en su tarea de hojear una tonelada de papeles de diversos tamaños y colores, no parecía prestar atención a nada de lo que ella decía.

            –Pues, ¿cuándo se dio cuenta de que ya no estaba vivo?

            –Pronto. Había mucha sangre alrededor. Y él no se movía.

            María respiró profundamente.

            –No se movía, pues me acerqué a él. Y fue entonces cuando vi un cuchillo en su pecho.

            –¿Este cuchillo?

            El interrogador le enseñó la supuesta arma homicida, metida en una bolsa de plástico.

            –¿Es este o no? ¿Lo reconoce? –repitió algo impaciente. Sacudió la bolsa e hizo que el brillo del filo del cuchillo reflejara la luz de una de las lámparas, que desde el principio del interrogatorio cegaban a María. El mango, la hoja: todo estaba manchado de sangre. Así lo vi aquel día, en el momento cuando estaba sacándolo de mi cuerpo.

            –Señorita, ¿puede responder a mi pregunta?

            –Sí, es este.

            –¿Puede responder con una frase completa?

            –Sí, este es el cuchillo que saqué del pecho de la víctima.

            –Gracias.

            El otro policía alzó la cabeza, miró a María a la cara y, finalmente, rompió un incómodo silencio que se había apoderado de aquel momento.

            –¿Puede afirmar que el día 26 de noviembre volvió a casa, se dio cuenta de que su novio iba a abandonarla, se enfureció y lo asesinó clavándole este cuchillo en el corazón?

            No lo afirmó. Pues lo digo yo. Lo último que sentí fue el frío del cuchillo que María había metido en mi cuerpo.

 

5.

La inspección ocular

 

            Fermín Ariza se sentó cómodamente a la mesa y sacó una hoja de papel cuadriculado. Era medianoche. Estaba muy cansado y deprimido por el hecho de que otra vez iba a terminar de trabajar a las mil. Frunció las cejas y puso en marcha la grabadora en la que había guardado todo el material de la inspección ocular que había hecho en mi casa.

            13 de diciembre de 2014. Inspección ocular en la casa de María García González, sospechosa de haber asesinado a Pedro Rodríguez Blanco. Me encuentro en la puerta de una típica casa suburbana de unos pijos ostentosos. Rompo la cinta policial que se extiende por el porche y que, al mismo tiempo, despierta un exaltado y molesto interés de los vecinos del barrio Mayor. Subo dos escalones y abro la puerta.

            Intentó reproducir en su mente lo primero que sintió entonces. Fue el aire viciado que le dio en la nariz y que le hizo vacilar un rato antes de entrar. Se acordó de que, mientras el otro policía estaba buscando la llave para quitar las esposas a María, había sacado de su maletín unos guantes de goma, se los puso y ordenó a todos que lo esperaran hasta que terminara de inspeccionar el interior de la casa.

             Por el tufo sofocante y por una grisácea capa de polvo que cubre todos los muebles deduzco que desde hace un par de semanas no ha habido nadie aquí. Desde una enorme ventana de la cocina veo un todoterreno aparcado en el jardín, el que –seguramente– algún joven cuida cada tres o cuatro días. Salgo del zaguán y paso por un corredor espacioso hasta llegar a la cocina, en la que –según el informe que recoge la información obtenida durante todos los interrogatorios– la señora González acuchilló a la víctima.

            El suelo está cubierto por pedazos de cristal roto como si aquel día hubiera habido un terremoto devastador. Hay manchas de sangre por todas partes, unas manchas típicas de brotes repentinos. En la pared hay una fina estela que desemboca en un charco de algunos cincuenta centímetros de diámetro. Aquí caería la víctima depués de haber sido acuchillada. Lo que veo se parece a un plató de películas de Quentin Tarantino.           

            “¡Qué poético, coño!”, pensó el funcionario. Le molestaba que todavía no tuviera ninguna prueba evidente que le permitera salirse con la suya en el juzgado y evidenciar la culpa de María. De repente se acordó de un detalle. Cuando entró en la cocina le sorprendió que no hubiera barro en el suelo, lo cual le parecía raro porque en noviembre la ciudad se inundaba por la nieve derretida.

            “Es imposible que el asesino fuera un ladrón. Un ladrón no se habría quitado los zapatos”, pensó. Apagó la grabadora y salió de su casa.

 

6.

El resto es silencio

 

            Quisiera que hubiera sido así. Que mi muerte hubiera sido envuelta en una suerte de misterio digno de cuentos de Raymond Chandler. Y que el señor Ariza se hubiera sentido como Rustin Cohle de True Detective. Pero todo lo que acabo de contar nunca ha pasado. Porque la cuestión es la siguiente: ni el arte imita a la vida, ni la vida imita al arte. Tampoco es que la vida imite a la mala televisión, como dice Woody Allen. A la buena tampoco.

            Y lo peor es que si pudiera volver a aquel momento en que la vi entrar en nuestro dormitorio, haría lo mismo. No podía soportar la sonrisa que vi en su cara. Aquella sonrisa no la confundiría con ninguna de las mil sonrisas que me había regalado hasta que dejó de dármelas. Cuando la vi por primera vez, me sentí como si me hubiera apoderado de todo el mundo. Pero ya no vivíamos en el mismo mundo, y ya no eran mías las caricias que la hacían sonreír.

            Por eso fui a la cocina y saqué una tajadera del cajón.

            No, no quería asesinarla. Quería que me dijera que no me fuera, pero ni siquiera vaciló. Por eso le dejé que me matara: le dejé que se librara de mi apretón, que me arrancara la tajadora y que me la metiera en el corazón. La legítima defensa o la defensa propia, como lo denomina el derecho penal.

            No creo que el derecho penal hable de la legitimidad de la venganza. Porque ese fue mi objetivo: que se sintiera culpable. No, no quería matarla. Quería que sintiera miedo y que me perdonara. Sí, eso.

            Y ahora no sé qué es lo peor: que le daba lo mismo o que no le resultó difícil creer que realmente iba a matarla.

            Y, por si fuera poco, no dijo nada. Ni una sola palabra. Permaneció callada hasta que me desangré. Así me castigó por todos los años taciturnos que habíamos pasado juntos. Me lanzó una mirada triunfante, apretó los labios y se quedó así hasta que cerré los ojos.

            Sí, es así: la venganza es un plato que se sirve frío.