Poemas de Varsovia

 

 

 

 

 

Se levanta el viento

 

Egon Schüle fue un poeta mediocre. Llevaba la vida de cualquier poeta de aquella época. Publicaba sus poemas en las revistas literarias usando el ápodo El Teutone y enviaba los mejores a sus amigos en el Reich; pasaba las noches soñando que era Rimbaud y los días bebiendo vodka en las cafeterías (porque en esa ciudad los locales destinados a beber vodka llevaban el orgulloso nombre de cafetería). A Egon le gustaba la ciudad. A diferencia de las otras capitales, uno siempre tenía tiempo para vivir: bailar el tango, apostar en carreras, nadar en el río, para escribir poemas. A pesar de ser alemán, Egon no se sentía un extranjero, tenía aun tres o cuatro amigos. Pero últimamente algo cambió, como si las relaciones entre la gente hubieran sido envenenadas. Sí, algo cambió – pensó Egon al entrar al Café Ziemiańska.

            Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se dirigió hacia un hombre muy elegante que estaba tomándo algo en el bufé.

  Buenas tardes, le estoy buscando, señor embajador.

– ¿Quiere pedirme algún favor? – chanceó El Favorito del César. Egon sonrió. Sabía que El Favorito del César ya no podía proveer nada a nadie. Antes había sido todopoderoso, en ese momento era solo el favorito del césar que murió. Perdió sus influencias porque su sentido del humor no le gustaba a un coronel que por pura coincidencia era entonces el ministro de asuntos exteriores.

– Oí que está usted en Varsovia, quisiera invitarle a una copa porque no sé cuándo vamos a vernos la próxima vez.

– El vodka puro no mancha ni el uniforme ni el honor del oficial – El Favorito del César recordó su aforismo preferido, pero de repente se puso serio. – Tengo malas noticias. Hitler rompió las negociaciones sobre la autopista extraterritorial. ¿Sabe usted que significa eso?

– Que mis paysanos vuelven a estorbarme en el trabajo.

– Eso significa que Hitler ya no necesita Danzig, sino un casus belli. Beck no ha pegado ojo toda la noche, está analizando la situación. Señor Schüle, parta de Polonia. Regresa al Reich, aunque no le gusta al Reich. Le aseguro que dentro de pocas semanas Polonia tampoco le va a gustar.

– ¿Es una advertencia?

– Es un consejo de un compañero de copa. Se lo digo porque hay gracia en sus poemas que nada tiene de teutona. ¡Salud!

 

 

¡Ni un botón!

 

¿Qué hacer, Jesus mío, qué hacer? Aceptaré la demanda alemana. No, ya es demasiado tarde. No le ofrecí a Hitler lo que buscaba: yo seré el buscapleitos de Europa, no él. ¿Noël? Sí, solo nos puede salvar la intervención francesa. ¿Pero cómo lograrlo? Los franceses no se moverán antes de que Hitler no abra el segundo frente. Y nosotros necesitamos ganar el tiempo, no acelerar la guerra. ¿Para qué puede servir Noël entonces? Se comporta cómo si fuera un deportado y solo busca la oportunidad de fuga. Francia no va hacer nada. ¡No vamos a morir por Danzig! Tontos. No ven más allá de sus narices. ¿Dónde está la aspirina? Dormir, Dios mío, dormir. Morir. Dejar de existir. ¡Y además el espía! ¡Espía alemán en el ministerio! Aún la inteligencia está llena de los enemigos. ¡Si viviera el Mariscal! ¿Qué harías en mi lugar? Aceptarías la autopista y Danzig. Ganarías el tiempo. ¡No! Dirías que Polonia nunca se dejará empujar del mar. Ni un solo palmo de tierra, ni un botón de uniforme. Ya estamos muertos todos, señores. Ojalá los soviéticos no permanezcan neutrales. ¡Ojalá intervengan y mobilicen a Francia! El segundo frente, es la única solución. ¿Pero cómo provocar el ataque de Francia?

            ¡Inglaterra! Sí, Inglaterra. Volver al tema de las garantías británicas, Bonnet es un perro en la correa de Chamberlain. ¡Telegrafiar a Londres! Espera, hay que preparar la ofensiva diplomática. Convencer a ese viejo capitulador que llegó la hora para defender las imponderabilidades. El discurso en el parlamento debe mostrar nuestra determinación. ¿He perdido la pluma? No, está aquí. Debe mostrar perseverancia. Sin vacilación, sin ambigüedad. El ”no” polaco debe encender Europa. Cristo, ¿en qué estoy pensando? No puedo llevar esa carga, no puedo, no, ¿cómo echarla de mí? Calmate, hombre. Ordenar los pensamientos, escribir, escribirlo bien: apreciamos el valor de la paz... No. La paz es una cosa preciada. Y requerida. La paz es una cosa preciada y requerida. Nuestra generación, desangrada en guerras, merece la paz seguramente. Pero. ¡Pero! La paz, como casi todas las cosas de este mundo, tiene un precio. Ese precio se lo mesura en la moneda de firmeza... Qué tontería. La paz tiene un precio alto, pero mesurable. Simplemente. Y luego: nosotros en Polonia no conocemos el concepto de la paz a cualquier precio. Hay sólo una cosa en la vida de la gente, de las naciones y de los países, que no tiene precio. Esta cosa es el honor.

 

 

No se lo diga a nadie

 

– ¡A la salud de Qui pro quo, la caballería del cabaré! – el teniente Kraszewski del primer regimiento de jinetes, levantó la copa saludando al dueño.

 – ¡A la salud de la caballería, qui pro quo del ejército! – se desquitó con fineza Julian, quien aquella tarde tuvo la suerte de cumplir cuarenta y cinco años, y estaba de excelente humor.

En el centro del cuarto Stefan estaba mostrando cómo se mueven los torreadores en la corrida española (lo había visto en el cine el día anterior), y Lucjan actuaba el rol de toro. Anna y Ewa, sentadas a la ventana, rogaban a Władysław que tocara el cancán en el piano (“¡Nadie lo hace mejor que usted!”), pero él se niegaba a hacerlo, porque –como había dicho– no iba a adular los gustos más bajos, y lo único que les podía ofrecer eran las mazurcas. En el momento en que Stefan estaba a punto de asestar el golpe decisivo a Lucjan, entró Maria y empezó a contar a todos la historia de un increíble curandero ruso de la calle Warecka, que sabía curar el reumatismo, la apendicitis, y la gonorrea con la ayuda de la energía lunar.

– Los rusos, los alemanes, los judíos… – dijo Stanisław –. ¿Varsovia es más una taberna, un burdel o un refugio para pobres? ¿Qué piensas, Maria?

– Pienso que El Teutone está aquí – sonrió Maria.

– Yo también estoy – señaló Lieberbaum, sentado en una mecedora situada en el rincón, donde estaba leyendo un diario.

– ¡Señores, ahora les invito a bailar! – anunció Julian al poner en marcha el gramófono. Los primeros sones de un tango popular introdujeron un cierto orden en el alboroto de aquella fiesta loca. Bailaron hasta que alguien apagó el gramófono y encendió la radio (”¡Ay, nos hemos olvidado del discurso de Beck!”).

...no conocemos el concepto de la paz a cualquier precio. Hay sólo una cosa en la vida de la gente, de las naciones y de los países, que no tiene precio. Esta cosa es el honor. Largo aplauso.

Silencio. Luego dominó la fiesta una discusión política. El Favorito del César tenía razón. Dentro de dos meses voy a Suiza – pensó Egon, y de repente se sintió agotado. Salió y se dirigió a su casa. Después de cinco minutos, loalcanzó Lieberbaum.

– Puedo acompañarlo?

– Por supuesto.

– Señor Egon, ¿qué quiere hacer? ¿Va a regresar al Reich?

– ¿Usted tiene miedo, Lieberbaum?

El judío calló un momento. Luego dijo, muy deprisa:

– ¿Quiere saber qué va a ocurrir? Los alemanes atacarán de dos lados: del oeste y del sur. Como su potencia militar es enorme, van a derrotar el ejército polaco en dos semanas. Pero no conquistarán más que la línea del Vístula. Polonia se ha aliado con la Unión Soviética. En otro caso Beck nunca hubiera dicho que estuviera preparado para la guerra. Los soviéticos entrarán a Polonia, es cuestión de tiempo. Y entonces su situación será mucho más complicada. Parta de Polonia, señor Schüle.

Egon lo miró con desconfianza.

– Usted lee demasiados periódicos.

– Quizás sí, quizás no – respondió el judío enigmáticamente y le metió un papelito a la mano.– Aquí tiene la dirección de mi domicilio. Cuando los soviéticos entren, es posible que yo sea capaz de ayudarle. No se lo diga a nadie.

 

 

 

Egon Schüle, 33 años, nacido en Leipzig, sospechoso de espionaje

 

Egon esperaba en suspenso hasta que dos tipos callados terminaran de sacar todo de los cajones y revolver sus cosas. El tercer hombre sentó a la mesa y le miró de frente al poeta. Todos los tres agentes eran gentiles, pero observando los gestos vehementes de los dos que estaban haciendo la inspección, Egon presumía una posible brutalidad. En la actitud del jefe se podía ver que era seguro de sí mismo e intransigente.

– ¿A quién conoce usted del Ministerio de Asuntos Exteriores? – preguntó el jefe.

– Al señor Wieniawa.

– No me dé la lata con Wieniawa. El general es un simple embajador en Italia, no pudo transmitirle una información de tanta importancia.

– Por Dios, ¿qué información?

– ¿A quién más conoce?

– Al coronel Kochanowski. Y al teniente Kraszewski. A ambos se los puede encontrar en Ziemiańska. Pero de verdad no entiendo por qué...

– Cachéenlo – comendó el agente. Egon se levantó, obedeciendo. Dos ayudantes se echaron a revolver los bolsillos del poeta. Encontraron un reloj de faltriquera, dos pañuelos sucios, algunos papelitos y restos de un lápiz. El jefe cogió el primer papel que habían sacado.

– Zygmunt Lieberbaum, calle Okopowa 14, Varsovia. Qué interesante. ¿El mismo Lieberbaum le ofreció refugio en su domicilio? ¿O le manda usted sus poemas por correo?

– Me lo dió hace dos días en la fiesta de cumpleaños de Tuwim. Quería... – dijo Egon con la voz temblorosa que mostraba duda –. Me invitó a tomar vodka. Todavía no sé si tenía algún interés oculto.

– No sabe todavía... Qué interesante – dijo el agente y, al levantarse, cambió de tono.
– Escucha, alemán. Te recuerdo que hablas con funcionarios de la inteligencia de este país. Tenemos medios para hacerte hablar. Ahora vas con nosotros. Llevas solo tus documentos, otras cosas no van a ser necesarias.

 

            La habitación donde Egon habló con el jefe la segunda vez le pareció oscura, vacía y sofocante. El agente de instrucción, ahora en un uniforme de teniente, estaba sentado al escritorio, llenando todo el espacio con el humo del cigarillo. En la pared, detrás de su espalda, pendía un retrato del Mariscal en un alazán. Ese ambiente le puso sumamente nervioso a Egon; su estado psíquico lo empeoraba también el hambre, porque el desayuno que le habían dado no le gustó y no comió casi nada. Quería que los militares descubrieran por fin que no tenía nada que ver con los asuntos de los espías, y que le permitieran volver a casa. Cuando el agente le preguntó otra vez qué relación mantenía con Lieberbaum, Egon bajó la mirada y dijo:

– Ese judío intentó convencerme de que Polonia se alió con la Unión Soviética y me aconsejó ponerme en contacto con él si eso ocurría.

            La cara del agente mostró un asombro ilimitado.

 

 

 

 

 

Una postal de Roma

 

Como estaba enfermo, el Favorito del César había preferido quedarse en casa, pero todos los embajadores fueron invitados al desfile. Durante todo el discurso del Duce, el pobre Wieniawa tuvo una tos tremenda y los embajadores de Checoslovaquía y de Romania sentados en sus lados contenían la risa con dificultad. Por fin el Duce terminó y el digno ejército del Nuevo Imperio Romano empezó a demostrar su valor.

            A desfile lo abrió el pelotón especial de la caballería. El Favorito del César la observó con el corazón, porque le hizo pensar sobre el pasado, sobre las decenas de desfiles que encabezó en Varsovia como el comandante de la capital. Si, los italianos sabían montar el caballo: la espalda recta, pero no tensa, las filas perfectamente regulares, estribo al estribo. El regimento pasaba con majestuosidad ostentosa, lo que siempre le gustaba más a Wieniawa en el ejército. Qué pena que no estaban muchos los jinetes, de pronto les sustituyó el regimento acorazado. Los tanques, que pasaron junto a la tribuna, formaron un flujo de acero que parecía no tener fin. El aire temblaba de la energía de los motores potentes escondidos debajo del blindaje, con los cuales el Duce firmaba otra vez el Pacto de Acero. El Populus Romanus reunido en ambos lados de la calle echó las flores a la carretera que desaparecieron en seguida bajo las orugas.

            Después de los largos minutos de esta monotonía llena de tensión, a pesar del zumbido de los motores, el Favorito del César oyó una nota nueva, un rítmico taconeo de centenares de zapatos. Efectivamente, aparecieron los fusileros de la infantería, los gloriosos vencedores de Etiopía. Los treinta soldados en cada fila levantaron los pies alto, mucho más alto que lo hacen los polacos, y marcharon más deprisa. Así son entonces los soldados mentalizados para la conquista – pensó el Favorito del César y se asustó con su propio pensamiento. – No puede ser, los ingleses no les permitirán nunca cruzar los Alpes. Y en aquel entonces, con el zumbido increíble, se acercaron volando los bombarderos y las aviones de caza.

 

 

 

*

 

Un soldado joven en el uniforme de Abwehra saludó a Heinrich Neumann al entrar a su despacho.

Heil Hitler.

Heil.

– Le informo que hemos encontrado a Egon Schüle, Herr Oberleutnant. Cuando entramos a su piso, ya estaba muerto.

– ¡Mierda! ¿Lo liquidaron los polacos?

Parece que no. Según nuestro médico, se envenenó con arsénico hace dos días.

Bravissimo, Ritz. Usted espantó mi caza en vez de cercarla. Si vuelve a fallar, pensaré que es polaco.

            Ritz se puso pálido.

– Si supiera que era tan importante...

– ¿Qué pensaba, que estuve buscando a ese poeta para pedirle un autógrafo? Necesito saber qué papel desempeñó en ese lío y por qué se suicidó.

Ja wohl, Herr Oberleutnant.

 

Mientras que en Varsovia el médico forense cortaba el cadáver de Egon Schüle, Zygmunt Lieberbaum estaba dirigiéndose al Oriente para quedar con sus mandantes del GRU; el ministro de asuntos exteriores, el coronel Józef Beck, maldecía al gobierno de Rumania que lo detuvo en el camino al Occidente, y en Roma el general Bolesław Wieniawa-Długoszowski, llamado por los amigos El Favorito del César por la causa de su amistad cercana con el Mariscal Piłsudski, se enteró de que le habían nombrado para el cargo del Presidente de Polonia en el exilio. Era lunes, 25 de septiembre de 1939.