UN VIAJE RUMBO AL DESASTRE

 

 

I. El accidente

 

Desde el principio sabía que aquélla no sería la etapa más feliz de su vida.

En primer lugar, porque nunca antes había emprendido un viaje tan largo. Antoni era intérprete y su trabajo implicaba movimiento constante. Tres meses en Madrid, cuatro en Londres, dos semanas en Varsovia, donde mantenía un piso, quizás para tener la ilusión de estabilidad, aunque a veces ni siquiera tenía tiempo para pasar por su ciudad natal entre un contrato y otro. Su vida la constituían los viajes; las conferencias y las reuniones muy importantes en las que repetía palabras en diferentes idiomas convertido en una voz impersonal; transmitiendo mensajes casi como un autómata. ¿Cuántos años llevaba así? ¿Cinco? ¿Seis? Ya ni se acordaba. Ahora se iba a Buenos Aires, donde lo habían contratado para un año. Cuando aceptó el trabajo, le pareció maravilloso: siempre había querido conocer la Argentina. Sin embargo, apenas salió para el aeropuerto, la idea de pasar un año en un continente que nunca había visitado antes comenzó a horrorizarle.

            En segundo lugar, porque tenía que hacer escala en Madrid. Odiaba el aeropuerto de Madrid: su personal, siempre desinformado, y los guardias de seguridad, torpes y maleducados. Aquella vez, para colmo, en el último momento cambiaron la puerta de embarque, haciéndole a Antoni y a los demás pasajeros correr al otro lado de la terminal.

            Sabiendo que iban a aterrizar en Buenos Aires muy temprano por la mañana, Antoni quería aprovechar el vuelo para dormir. Sin embargo, apenas cerraba los ojos, involuntariamente comenzaba a reflexionar. Llegó a la conclusión de que estaba cansado de la vida que llevaba; mas, no se sentía capaz de cambiar nada. Casi acabó creyendo que tal vez pasar un año en el mismo lugar le aportaría un poco de calma y estabilidad. Finalmente, logró conciliar el sueño.

            Le despertó la voz del piloto anunciando el aterrizaje de emergencia en Rosario. El avión fue dirigido allí desde Buenos Aires, donde ambos aeropuertos estaban cerrados a causa de las malas condiciones atmosféricas. Para colmo, uno de los motores se había incendiado. Se veían las llamas y las azafatas intentaban tranquilizar a los pasajeros y prepararlos para el aterrizaje forzoso. “¡Qué excelente comienzo!”, pensó Antoni con sorna. No tenía muchas ganas de comprobar la probabilidad de sobrevivir una explosión del combustible.

            Tomó la posición de emergencia, cerró los ojos y se preparó para lo peor.

 

 

II. El secuestro

 

Los segundos pasaban; un niño lloraba y a unas cuantas personas les había dado un ataque de pánico. Antoni se sintió inmóvil, como si su cuerpo se hubiera desconectado. Lo único que percibía era el llanto del niño. Se sumergió de nuevo en sus pensamientos para dejar de oírlo y para calmarse. ‘’Tranquilo, hombre. Los pilotos seguramente saben qué hacer”, pensó. “Están entrenados para eso, lo han practicado muchas veces, etcétera. Tú no te preocupes. ¿Preocuparme? Y ¿para qué? Que pase lo que tenga que pasar. Si esto se estrella, me da igual. De verdad me da igual. Puedo morir aquí mismo y que se acabe. Acaso ¿no estaré ya más muerto que vivo? ¿Desde hace cuántos años? De hecho, es mejor que el combustible explote. Así sera más rápido. Que se esfume esto en el aire, que se vaya al diablo o lo que sea. Y que el niño ése deje de gritar, que me va a matar antes que este avión. Ahora, tranquilízate. No vas a morir. Si el interior de la cabina no se incendia, todo debería estar bien. Estás a dos filas de la salida de emergencia. Seguramente lograrás escapar. Hombre, cálmate. Si esto se estrella, ni siquiera te darás cuenta. O por lo menos eso decían. Ojalá. Sea como sea, que se acabe. Es mejor que se acabe. Que sea rápido; eso sí. Ya estoy harto. ¿Cuánto se puede viajar para ganarse la vida? Éste es el último contrato. Voy a cambiar de profesión. Voy a hacerme bibliotecario. O vendedor de frutas, o lo que sea. Voy a tener un oficio tranquilo y por fin viviré en paz. Maldito avión, maldita Argentina y maldito todo. ¡Trabajo en Buenos Aires! ¡Viaje a América Latina! Te tratan como un delincuente en el aeropuerto para luego quemarte en el avión. Y, además, ¡un Airbus! Si salgo de esto vivo, juro que no volveré a subirme a un Airbus. Por lo menos los pilotos no son chinos. ¡Quién confiaría en los chinos!”

Lo que ni Antoni ni los demás pasajeros sabían era que, aparte de los pilotos -desde hacía rato atados e inconscientes- en la cabina de vuelo había dos hombres más; uno de ellos de un aspecto físico que indicaba claramente su prodecencia asiática. Y que la situación se les había salido de las manos. Obviamente, los secuestradores no pudieron haber previsto el incendio del motor.

Pero aquello no era lo peor. Los problemas apenas habían comenzado.

 

 

III. Los chinos

 

Oscuridad. Olor a estadizo. Aire lleno de polvo sofocante.

            Cuando Antoni recuperó la conciencia, estaba tumbado en el suelo de madera. Le dolía todo el cuerpo. Trató de acordarse de lo que había pasado. Lo único que recordaba era el aterrizaje forzoso y el incendio del motor. ¿Qué pasó con el avión y el resto de los pasajeros? ¿Por qué perdió la conciencia? ¿Dónde estaba ahora, por qué encerrado en una habitación oscura y quién lo trajo allí? ¿Cuánto tiempo había pasado desde el accidente? Iba a comenzar a trabajar cuatro días después de la llegada. ¿Qué día era? Si no aparecía en el trabajo, podía olvidarse del contrato. Automáticamente se palpó los bolsillos y, como era de esperar, no encontró su móvil. “Hijos de puta”, pensó. Quienesquiera que fueran, sin duda alguna no tenían buenas intenciones. ¿Lo habrán secuestrado para pedir rescate? ¿Serán ladrones de órganos? Un escalofrío de terror se le deslizó por la espina dorsal. “No seas tonto, Antoni, ésta no es una película de acción”, se dijo a media voz.

Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y vislumbró una ventana tapada con tablas de madera y, en frente de ella, una puerta. Antoni se levantó y tentó el picaporte. Estaba a punto de girarlo cuando de repente oyó unos pasos y unas voces, cada vez más cerca. Se quedó inmóvil, escuchando, casi pegado a la pared.

- Maldito incendio – dijo una voz masculina, baja y ronca, con un fuerte acento porteño. – Sólo llamó la atención de la gente. Le dije a ese boludo que eso de los aviones es demasiado peligroso, pero nunca me hace caso. ¿Tenemos a alguien por lo menos?

- Sólo a ese intérprete de Europa, señor – otra voz masculina, más aguda, prolongando las sílabas y confundiendo las eres y eles. ¡Un chino! ¡Siempre supo que no se podía confiar en los chinos!

- Muy bien. ¿Está en Comodoro o acá, en Olavarría?

Acá, en Olavarría. Por lo menos ya sabía dónde estaba.

- No sé, señor. Yo sólo tenía que meterlo al auto en el aeropuerto – otra vez el chino. – No sé adónde lo llevaron. Señor, ¿por qué ese hombre es tan importante? Si es sólo un intérprete...

- Vos no preguntés por pelotudeces, acá las preguntas las hago yo. Qué se sabe de aquel gerente... ¿cómo se llamaba? ¿Amado?

- Arango, señor. Manuel Arango. No lo localizamos todavía, pero estamos trabajando en eso.

- Recordá que tenés cuarenta y ocho horas, boludo de mierda. Las negociaciones en Buenos Aires comienzan dentro de tres días. Ese Arango es el más importante y si se te escapa, te mato.

Las voces fueron alejándose. Antoni se quedó estupefacto. Manuel Arango era la persona que lo empleó. La primera tarea de Antoni era participar en las negociaciones con una empresa estadounidense. Como su contrato iba a durar un año, se podía suponer que la empresa de Arango estaba interesada en el mercado anglosajón. Ya estaba claro que alguna mafia misteriosa quería impedir las negociaciones, y Antoni estaba encerrado en algún lugar de Olavarría, a 350 kilómetros de donde debía estar, sin que nadie se acordara de él.

      Había que encontrar alguna manera de salir de allí.

 

 

IV. La cárcel

 

Tengo que salir de esta cárcel o me muero de hambre, si primero no me ahoga el polvo.

Al hambre se le unieron unas enormes ganas de fumar. Hacía mucho tiempo que Antoni quería dejar ese vicio porque le perjudicaba la voz, su herramienta de trabajo, pero el estrés constante causaba que no se sintiera capaz de siquiera intentarlo. Buscó en los bolsillos el paquete de cigarrillos y el encendedor, pero se los habían quitado junto con el móvil. Resignado, examinó otra vez la puerta y la ventana, pero resultaron muy resistentes. No había otra manera que llamar la atención de la gente de fuera. Enfrentarse a los secuestradores no podía ser peor que ahogarse en oscuridad. Aunque lo quisieran matar, que se acabara de una vez por todas. Comenzó a golpear la puerta y gritar. No hubo reacción. Volvió a golpear e hizo una pausa para descansar. Decidió seguir este ritmo esperando que alguien por fin le oyera, pero estaba muy débil por el hambre y la falta del aire y pronto perdió las fuerzas. Tuvo que acostarse de nuevo en el suelo. Alucinaba.

–Eres un idiota, Antoni.

–¿Qué? Quién...

–No. Lo importante es quién eres tú. Un tonto, torpe e inseguro; no tienes ni idea de lo que hacer con tu vida.

–¿Y tú seguro que sí lo sabes?

–Esto tienes que saberlo tú. Por ahora eres un cobarde incapaz de tomar las decisiones que te permitan evitar el desastre.

–¿A qué desastre te refieres?

–A lo que va a ser de tu vida si sigues como ahora. Sabes que hay cosas que te hacen daño, pero te falta coraje para dejarlas.

–¿A ti qué te importa que me muera de cáncer de pulmón? Quizás no quiero vivir tanto.

–Tu adicción al tabaco no es el peor problema. Piénsalo.

Antoni recuperó la conciencia. Antes de que se preguntara quién y por qué se inmiscuía en su vida, se volvió a escuchar una voz -esta vez, verdadera- y la puerta de la habitación se abrió.

–Un gusto conocerle, Antoni –dijo irónicamente un hombre robusto con el acento porteño–. El entrenado oído del intérprete reconoció en él la misma persona que se había acercado a la puerta antes. –¿Está usted bien? Estuvo hablando consigo mismo. Ya me estaba preocupando.

–Bueno, ya me descubriste, puedes matarme –balbuceó Antoni, quien todavía no se había recuperado completamente.

–No, no. Te necesito vivo. Luego veremos. Pero primero tenés que descansar.

Lo alojaron en una habitación normal, le trajeron comida. Mientras comía, el porteño no dejaba de observarle. Antoni estaba tan atontado que todo le daba igual. Todo, aparte de las ganas de fumar. Automáticamente se palpó los bolsillos.

–El celular no lo vas a necesitar.

–Pero sí los cigarrillos.

El porteño, sin decir nada, le pasó un paquete empujándolo por la mesa, sin dejar de observar al secuestrado. Después de fumarse dos cigarrillos, Antoni se sintió mejor y se le despejó la mente. Quería encender otro, pero el argentino le quitó el paquete y el encendedor.

–Ya, basta. Ya te volvió a funcionar el cerebro y podés escuchar. Lo que vas a hacer es lo siguiente.

 

 

V. Al borde de la libertad

 

–Yo no puedo hacer eso.

–Claro que sí podés y lo harás o acabarás como tu jefe. Ahora mismo salís para Buenos Aires. Recordá que estamos vigilando cada paso tuyo. Suerte.

Otro hombre condujo a Antoni hacia un coche que le iba a llevar a la estación de ómnibus. Antoni se prometió no extrañarse más. Al salir del edificio, se dio vuelta y miró alrededor. El sitio parecía una granja abandonada;  la casa, con las ventanas tapadas con tablas y los restos de pintura sucia que caían de las paredes, podría ser el lugar de la acción de una película de terror. El día grisáceo y el silencio siniestro aumentaban la sensación lúgubre, como si anunciaran un mal augurio. Antoni se imaginó un sótano lóbrego y lleno de polvo que cubría viejos rastros de sangre coagulada y seca. Un par de empujones interrumpió sus pensamientos poco agradables y le obligó a subirse al coche.

Antoni intentó observar el camino, pero había comenzado a llover y las gotas que repiqueteaban contra los cristales del coche nublaban la vista. Logró divisar un gris paisaje urbano de una promedia ciudad provincial. Le agobiaban las ciudades pequeñas. Le parecían unas jaulas invisibles: con espacio limitado para moverse, iguales por todos los lados y sin esperanzas para salir adelante. Una libertad ilusoria en la que cualquier cosa emprendida tenía que terminar de la misma manera.

Finalmente, le dejaron en la estación con su maleta, que -milagrosamente- le habían devuelto, y un billete en la mano. Un comportamiento poco típico de secuestradores. Pero no tenía otra opción que esperar el ómnibus adecuado. La estación se encontraba cerca de la calle principal y se parecía más bien a una gasolinera; su pequeño edificio requería renovación urgente. Cuando Antoni entró, le dio en la nariz un hedor, como de carne podrida. En la sala de espera había pocas personas y todas le miraron de soslayo. Se notaba a primera vista que era un forastero, persona non grata. Unas miradas llenas de una curiosidad enfermiza, maliciosa, le acompañaron cuando se acercó a la taquilla a pedir infomación. Finalmente, salió al único andén de la estación. En el suelo sucio había más hoyos que asfalto. El viento formaba un remolino de un par de vacías bolsas de plástico que no habían cabido en el contenedor repleto de basura, apoyado contra una de las paredes del edificio. A lo lejos, unos cuantos árboles, tan tristes y grises como el resto del entorno. El paisaje monótono aumentaba el sentimiento de desolación.

Antoni tenía dos opciones. La primera: cometer una atrocidad convirtiéndose en un cómplice de la muerte de su jefe sin estar seguro si los secuestradores no decidirían matarle también a él. La segunda: tratar de impedir lo inevitable, lo cual implicaba una muerte lenta a manos de los secuestradores.

Dirigió la vista hacia la calle principal, llena de coches. Había una tercera opción, que había considerado desde hacía  mucho tiempo, pero era incapaz de realizarla. Pero ahora que de todas maneras estaba en una situación sin salida y tenía enfrente una calle con mucho tráfico...

No era capaz.

Maldito instinto de supervivencia.

Y de repente volvió a aparecer en su mente la imagen del sótano con rastros de sangre.

Lentamente, dio unos cuantos pasos hacia el borde de la calle. Pero después oyó detrás el sonido del motor y un alboroto. Como si lo hubiera empujado una mano gigantesca, se dio vuelta y se dirigió hacia el ómnibus, que le pareció un féretro enorme en el que, por su propia cobardía, iba a ser enterrado vivo.

 

 

Epílogo

 

¿Por qué se había decidido a todo eso? Como si la vida no le hubiera demostrado varias veces que entre más grandes las expectativas, más grande el fracaso. Antoni se acordó de la voz que oyó cuando alucinaba en la oscuridad. De quienquiera que hubiera sido, tuvo razón:  no era capaz de evitar un desastre. ¿Sería él mismo el único culpable? Pensó en su pasado y la vida le pareció una carga pesada de la que no podía librarse. ¿En qué medida influyen en el fracaso las circunstancias externas? Bostezó y apoyó la cabeza contra el asiento del avión. No tenía más ganas de filosofar. Intentaría dormir un poco y después terminaría la traducción que tenía pendiente. Mientras estaba vivo, había que vivir de algo; había que tener expectativas. Mañana será otro día, otra ilusión; otro fracaso siempre acechado al final del camino.